Esta tarde he estado beacheando. Sí, me he ido a la playa con dos colegas, en el sentido estricto de colegueo, trabajamos juntas y hoy hemos compartido ocio juntas. Hemos ido a beachear, a darnos un baño de color para lucir los palmitos en la feria (tema del que ya hablaremos). Y es que cuando una tiene que combinar un vestido, cual sea, con el blanco color carne, no el de los dibujitos que es rosa palo (y que todos los niños y niñas de mi época llamábamos color carne, sin serlo, es un misterio digno de Cuarto Milenio e influencia de los rotuladores Carioca) sino el blanco roto, descolorido, pues nos entra un nosequé por el cuerpo que nos solivianta. Y es un hecho, cuando llega la primavera nos tendemos al sol como los lagartos, cuando hace tan solo unos cuatro meses, lucíamos guapísimas en Navidad sin necesidad de bronceado ninguno. Es lo que tiene la primavera: el lucimiento de los bracitos y el desafortunado descubrimiento de que tenemos piernas ,y las vamos a lucir, sin el enlutado hábito de las medias. Las carnes empiezan a sudar, pensando en el nuevo equinocio y la piel empieza a demandar sol por todos los poros. El escote se vuelve violento. El maquillaje empieza a perder eficacia y nos vemos abocadas a tirarnos a la calle en busca de sol y agua, donde remojar un poco el sufrimiento en el que se convierte el hecho de ponernos morenas.
¡Y a beachear se ha dicho!. Nos ponemos las chanclas, desempolvamos las toallas gigantes, que después de la segunda limpieza general hemos conseguido darle su sitio en el armario, aireamos el bikini ( ese invento de los hombres que es nuestra mayor tortura: con lo bien que sienta un buen topless donde no repites modelito, no se te queda el pecho húmedo... y mil ventajas que no voy a enumerar ) y a esperar que el sol acometa sus funciones y nos dore en condiciones, de manera integral, sin parches y sin que nazcan nuevos lunares.